EL VACÍO DE LA PALABRA

Sobre el silencio.

Fernando Bárcena

“Mis primeras palabras se van a referir a la imaginación. Antes he mencionado la palabra «imaginar». Creo que es importante imaginar. Imaginar es fingir, es simular, es hacer como si… Es dar por real lo irreal, forjar realidad un sentimiento, tal vez una cualidad que no se tiene. El fingimiento es una simulación, es un aparentar. También es un juego. El juego del escondite: esconder lo que se tiene para que no se vea: insisto, disimularlo, disfrazarse, ¿acaso mentir? En este caso, imaginar lo que el otro siente sería fingirlo en uno, traer para sí lo otro, mentir un sentimiento, mentir una pasión, mentir un amor, mentir unos celos. Mentirse a sí mismo, y por eso disfrazarse del otro o de lo otro. Imaginar es una ficción, y como tal es un disfraz, y, por tanto, es hacerse pasar por lo que no se es. Imaginar es jugar.

Al leer, hacemos cosas como esas: imaginamos, fingimos, nos disfrazamos. Entonces, la cuestión es: ¿acaso estamos para bromas y disfraces? ¿Qué nos mueve a ocultarnos bajo el disfraz de lo que no sentimos? ¿Por qué soñar? ¿No nos basta con la realidad? ¿Es acaso imaginar una pausa de lo real?

Uno podría responder muchas cosas a estas preguntas. Pero recuerdo ahora un texto del primer volumen de El hombre sin atributos de Robert Musil -que se había doctorado en psicología experimental- y que viene muy bien citar ahora:

Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un árbol a contemplar el cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el mundo trabaja; […] No es necesario dar muchas vueltas a esto; hoy día aparece evidente a la mayor parte de los hombres que la matemática se ha mezclado como un demonio a todas las facetas de la vida (Musil, 1993,48-49).

Me pregunto si hay que imaginar para reaprender el sueño, para educar la mirada y aprender a ver el acontecimiento y la experiencia que los hechos y los datos pretenden ocultar. Los escritores, dice Cees Nooteboom (1998,15), se inventan una realidad en la que no es necesario que ellos mismos vivan, pero sobre la que sí ejercen un cierto poder. A lo mejor se trata de eso: de que a través de la escritura (de ficción) nos inventamos una realidad sobre la que ejercemos un poder y así suponemos que eliminamos el poder de la contingencia que nos angustia.

Pero, en el fondo, realidad y ficción van mucho más unidas de lo que, incluso, imaginamos, aunque resulte paradójico decirlo. Lo que es, es, a la vez, realidad y posibilidad. Y en tanto que posible, lo que inventamos -como lo que fingimos- es también realidad. Y la lectura es un acto que tiene que ver con el fingimiento: parece suspender el tiempo de lo real, trasladándonos a otros espacios y a la vivencia de otra modalidad de tiempo.

La lectura de un libro nos enfrenta a las palabras, que parecen seguras e imborrables. Pero, ¿qué nos transmiten esas palabras? En principio, parece que nos transmiten un cierto decir, las palabras transmiten lo que ellas dicen. Y, sin embargo, hay una «crisis» permanente de la palabra que no es fácil resolver. No me refiero sólo a la crisis enunciada por G. Steiner (2001, 124), cuando dice que vivimos en una «era del epilogo» (afterword) o de la «post-palabra» (afterword), una en la que se ha roto el pacto que unía la palabra y el mundo nombrado por ella. Me refiero a otra cosa, quizá relacionada en parte con esto. Las palabras de los libros nos transmiten un decir y al mismo tiempo la «crisis» permanente de la palabra nos transmite un decir imposible, la expresión de una imposibilidad, de un lenguaje mudo. En la literatura, la escritura nos transmite palabras que describen una realidad inventada – por tanto, inexistente, por tanto, imposible- y a la vez nos cuenta algo acerca de la invención de una realidad: de algo que, en tanto que invención posible, es realidad también.

Toda crisis de la palabra -en sí misma nacida para decir, para darse a luz y expresarse, para ser comunicada- es de esta forma una tragedia, pues nacida para decir, no comunica lo que quiere, lo que pretende. Parece nacida de su propia ausencia. Como nacida de un vacío, la palabra es lo que se da: el don de la palabra o la palabra dada, la palabra como promesa. Y lo que comunica entonces -el decir imposible- es su silencio, el punto del cual emerge, su nada. La palabra escrita en el libro o la palabra verbal pretenden, con la ayuda de la intencionalidad del sujeto del discurso, transmitir lo que pretenden; pero, ¿cómo transmitir con justicia la vitalidad y la forma del silencio?3 ¿De dónde surge esta necesidad del silencio?

La saturación de la palabra, en un contexto social en el que el imperativo de la comunicación se sostiene en el «deber de la palabra», conduce a la necesidad del silencio. Pero al mismo tiempo la legitimidad de éste queda cuestionada bajo ese mismo imperativo: «La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso, y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna silencio» (Le Bretón, 2002,2). El enemigo del homo comunicans no es, en este contexto, el ruido, sino el silencio, con todo lo que ello implica en términos de intimidad, distan-ciamiento, interioridad, contemplación, etc. El silencio es el enemigo de la palabra incesante; aunque se trata de una palabra que no reconoce como componente suyo su propia crisis, su imposibilidad radical de comunicarlo todo, es decir, el silencio del que toda palabra emerge en el fondo.

Repleto de palabras, el libro contiene lo que comunica, lo que cabe interpretar o cuyo significado recrear a partir de su primer sentido y su silencio. Aquí el encuentro con la palabra y con el libro no es sólo un encuentro basado en la interpretación, sino una suerte de erótica. Porque la erótica en el lenguaje es algo así como la suspensión de la comunicación como fin natural de la palabra. En lo erótico, busca la palabra ser escuchada, ser vista, ser tocada. Busca comunicar lo incomunicable: que el lector vea, que mire, que escuche, que toque lo que hay y sienta entonces la vida. Esa vida que no se puede encerrar en los libros, pero de la que, al final, algunos libros parecen hablar.

Entiendo, entonces, que la crisis de la palabra es el punto de su maduración: exactamente, el silencio del que nace, la ausencia en la que palpita, lo imposible de donde emerge hacia su afuera. La palabra surge de su misma contradicción y de su misma imposibilidad: es la palabra imposible que convoca una imposible lectura. Pues, ¿cómo leer el silencio, ¿cómo hablar del silencio, ¿cómo escuchar la ausencia de la palabra? Suele decirse que nada puede pensarse allí donde nada pude hacerse ya. Por eso, también se dice, la muerte es impensable. Lo pensable es lo decible, y, por tanto, aquello sobre lo cual podemos intervenir para modificarlo. Lo indecible es lo impensable. Así pues: ¿cómo pensar la muerte, que es indecible? ¿Cómo pensar el dolor, del que no podemos hablar, pero que nos hace gritar?

Parece que es el grito lo que liga la vida y la muerte. Con un grito nacemos. Rompemos el silencio del crecimiento interior-porque nuestro primer crecimiento se da en el espacio-otro de un cuerpo-otro-, mediante un grito que no es todavía palabra, apenas es voz. En ese instante, nos mostramos al mundo, tranquilizando al ser que nos proporcionó nuestra primera casa. Y con otro grito, más o menos grito, más o menos audible, morimos, como conducidos sin palabras al último silencio. Venimos del silencio y al silencio vamos. Antes de la vida y después de la vida estamos instalados en el silencio. El silencio es nuestra condición y nuestro habitat. Venimos del agua y del silencio, y entre ambos silencios, el silencio anterior al grito de la vida y el silencio posterior al último suspiro, nuestra condición es, quizá, el aprendizaje de una palabra imposible y fracasada, que se rinde dócil ante el sufrimiento y la muerte.

Y, sin embargo, ¡de qué poco sirven las palabras cuando queremos decir lo que se escapa a la lengua! El dolor nos vuelve a enmudecer, nos empuja de nuevo a otros gritos y nos condena, al final, a un silencio-otro: el del mutismo; el rotundo fracaso del lenguaje. La educación, que está todavía basada en la presencia de una cara a cara, en un encuentro entre dos rostros y dos cuerpos, y en la carne de las palabras, ¿qué puede decirnos acerca de estos silencios-otros, de estos gritos-otros, de estos dolores que nos enmudecen? Y si la dicha, o lo que vagamente llamamos felicidad, es el horizonte que pretendemos dibujar como tensión de la experiencia educativa, ¿por qué hablar del dolor y de las posibilidades de un aprendizaje a partir de su íntima y silenciosa experiencia? ¿Qué forma el dolor? ¿Cuál es su figura? ¿Lo primero es la palabra dolor? En realidad, al hablar del dolor -aquello que nos deja sin palabras, aquello que nos convierte en un cuerpo, en carne, y que nos hace decir con gritos lo que no podemos mostrar de otro modo- al hablar del dolor, digo, lo primero es el miedo.

Primero viene el miedo, que te vuelve dócil y obediente; sumiso. Porque el miedo paraliza. Luego es el anuncio del dolor; el dolor que se avisa, el dolor anunciado. Y entonces crece más el miedo, hasta transformarse en un terror indescriptible, que te hace llorar, que te hace gemir, que te empuja a ser de nuevo un niño aterrorizado. Por fin, el dolor salvaje, que empieza poco a poco, pero que crece y crece y sube y se extiende y lo recorre todo. Te hace sentir todo cuerpo como mera carne. Eres todo cuerpo. Todo tu yo es cuerpo, es carne herida, carne desgarrada, carne ensangrentada, golpeada. Un saco, un objeto…Tu cuerpo eres tú y tú eres un cuerpo desordenado, un cuerpo que no obedece, un cuerpo en manos de otro cuerpo que hace de él lo que quiere a voluntad. Al final, te dejas llevar. No sientes nada. Has entrado en el jardín de la apatía. Nada importa. No importa ya lo que hagan con un cuerpo que no sientes como propio. Entras en el jardín apático del silencio total. Tu cuerpo aurista calla, no se expresa, es «eso», una figura, un amasijo informe que no te informa de nada.

Sólo mucho después, muchísimo después, con el grito que te anuncia el despertar de una consciencia adormecida por golpes brutales, vuelve el dolor de otro modo. El dolor regresa como recuerdo de la humillación, de las vejaciones, del rebajamiento forzado de tu humanidad encarnada. El dolor regresa como recuerdo, en forma de pesadillas. Una noche, y otra, y otra, y otra más, todas las noches… El tiempo se ha transformado en una noche infinita, en un instante eterno e indiferenciado. Todo es noche. Y empiezas a tener terror a esa noche total, terror a dormir, a quedar vencido por el sueño, a que regresen los fantasmas.

Es entonces cuando entiendes, si lo haces, que es preciso olvidar. Que la venganza no sirve de nada. Hay que olvidar el olor de la muerte, el color de la sangre, las marcas de la piel torturada, ese olor maldito que se te pega por fuera y por dentro y que el agua no quita. Olvidar para que el tiempo haga el resto; olvidar o quizá desear la muerte o tener la esperanza de una mano-otra, una mano que acaricia y que ya no es garra, ni desgarra tu cuerpo, una mano llena de amor, para que acercándote a ti te recuerde que eres un ser digno de ser amado por fin. Porque tu cuerpo también puede producir placer, ser el punto de encuentro erótico con otro cuerpo.

La lectura viene asociada a menudo al tiempo primordial de la infancia, al tiempo de las primeras lecturas. Si dejamos de leer a los niños, si dejamos de contarles historias y abandonamos definitivamente el intento de narrarles el mundo, les dejamos sin la magia de la narración: los enterramos en vida, les emparedamos en el vacío. Como dice Steiner, «si el niño se queda vacío de textos sufrirá una muerte prematura del corazón y de la imaginación» (2001, 242). Pero esta muerte también es la del adulto que un día ese mismo niño será. Jamás podrá recuperar su infancia.

Ese tiempo de la infancia es el tiempo originario, el tiempo en el que se intentaba, sin conciencia adulta, construir un mundo a base de crear de nuevo cada sentido de un mundo ya interpretado. Un mundo -el de la infancia-construido al margen del mundo ya creado e interpretado. Una posibilidad de mundo. Otro mundo posible. Pienso ahora en ese mundo, y me pregunto -para responder a la pregunta sobre la posibilidad de escuchar el silencio-cómo serán los silencios adultos -mis propios silencios, por ejemplo, pensados desde ese tiempo fugitivo de la infancia.

Para pensar ese silencio mío trato de escuchar el silencio de un niño, el de mi propio hijo, por ejemplo: su silencio lleno de voces y ruidos, diminutas, con un lenguaje desarreglado, fuera de todo discurso. Le veo hablar, ¿pero le escucho de verdad? ¿Le oigo o más bien escucho cómo él debería comunicarme sus palabras? Escucho mi orden, escucho mi lenguaje, escucho sus palabras corregidas en mi mente. Eso es lo que escucho. Escucho mi intención puesta en él, pero no le siento a él: todavía no me he hundido en sus desarreglos. Me falta todo un viaje para llegar a su morada.

Miro a mi hijo jugar, en un silencio lleno de voces, dobles voces, la suya y la de sus muñecos, vomitadas por el altavoz de su propia boca. Le miro y entonces percibo su soledad y su silencio, elegidos por él, y me veo tratando de sacarle de la casa que se ha construido para sí mismo. ¿Qué hacer? Otra vez se me ha colado ese maldito «debo…». Quizá tenga que evocar otros momentos de silencio, muy personales, para tratar de entender cómo será el silencio de los niños: por ejemplo, el silencio de una infancia rota; por ejemplo, el silencio de un niño que no sabe expresar su dolor intenso, sus miedos, su terror, su falta de seguridad en el mundo. El silencio de un niño que no sabe cómo decir, pero te dice: «Mira, tengo miedo del mundo, por eso me he fabricado uno para mí, donde me encuentro seguro».

Sí, he de recordar mis propios silencios. Por ejemplo, el silencio que escucho cuando mi padre se va mientras se muere. Porque mi padre murió de un cáncer silente. Se fue preparando, y de pronto, cuando se mostró, hizo mucho ruido. Pero antes de esto, estuvo callado, haciendo su silencioso trabajo: un trabajo que le permitió mostrarse después con su verdadero rostro, guardando poco silencio, diciendo muchas cosas, y dejándonos a los demás mudos, atrapados en otro silencio; apenas podíamos decir nada. Estar con él, compartir con él su sufrimiento. Y es curioso, mientras se iba muriendo, en el momento final, él, que estaba en pleno silencio, en total disposición silenciosa, yo le hablaba recogiendo su espalda con mi brazo. Le hablaba con voz apenas audible, diciéndole cosas sin orden, cosas que sólo un hijo, en esos momentos, sabe, si puede y acierta con las palabras justas, decirle a su padre mientras se va. Esas palabras mías eran, no sólo una despedida, sino una gratitud. Un modo de acompañarlo, una mano tendida que procuraba acercar un cuerpo maltrecho hasta la orilla, donde le espera la barca meciéndose, tranquila, en las aguas de Lethe. He encontrado también el silencio en la sonrisa tranquila y emocionada de mis amigos mientras les hablaba. El silencio de sus ojos bañados de transparencia líquida, el silencio de unos brazos rodeándome y de un leve gemido tranquilo, de una mirada quieta que me hablaban diciéndome: «estamos aquí, contigo, en ti».

Y he encontrado el silencio armonioso de un cuerpo meciéndose en el espacio de mi propio cuerpo, de una mirada extasiada, eternamente penetrada por mi propia mirada de amante inundado de felicidad sin límites. He encontrado el silencio de vida de unos labios entregados a su esmerada erótica labor, silenciosa ella misma, preparando el cántico final de un coro de dos voces. El silencio de unos cabellos recorriendo como dulces manos de infinitos frágiles dedos que no se demoran y, sin embargo, detienen el tiempo, la vertical completa de mi espalda expectante, convertida en una tierra fértil y mojada de un amor inédito, dulcemente extraño.

Y me recorre, también, el silencio bellísimo y desconsolado de una mirada, sí, una mirada herida que me trae el dolor del mundo. Tu mirada. Tu mirada de niña, con infancia robada; tu mirada de madre, sin tiempo para amar; tu mirada de anciano, el perfil de tu mirada, la boca esbozando el dibujo de tu llanto; tu mirada de mujer amante perdida en la noche oscura de un tiempo sin retorno, tu mirada acogedora del amado moribundo.

Hay tantas miradas perdidas en el abismo profundo, nocturno, tenebroso de un tiempo doloroso sin final. Miradas atrapadas en imágenes cargadas de una poesía profundamente conmovida. El ojo de Salgado4 detrás de una cámara ocultando sus propias lágrimas. Lágrimas que destilan la vergüenza de quien ve lo que no debería ser visto, el profundo e irreversible dolor reunido en las vidas abandonadas a su suerte, vidas abandonadas cargadas de dignidad, a pesar de todo, sí, de dignidad y de heroísmo, de esperanza y de ilusión, a pesar de…

Esas miradas enseñaron a mis ojos a ver a través de la palabra amorosa de otros ojos. Los ojos y la mirada de un amor infinito, la mirada ensangrentada de una biografía no resuelta, de una presencia atlántica, de una pregunta impertinente e inquieta: ¿Quién soy yo? Soy yo, quiero ser, en un día a día, en una vida a vida.

El silencio es, en parte, algo así: una preparación de otra cosa que vendrá después. Es el estado que crea las condiciones para que algo posterior se presente en su máxima plenitud: o muerte o vida. En silencio se prepara la muerte y en silencio morimos. En silencio, en un cierto silencio, preparamos la vida; pero, ¿vivimos en silencio siempre?

El silencio no es tanto una negación de la comunicación, o una negación del lenguaje, como, justamente, todo lo contrario: un estar plenamente comunicado con el mundo, un estar plenamente abierto, receptivo al mundo, a las cosas, a la vida, sin mediaciones; desde el propio corazón al corazón del mundo. Es tutear al mundo sin palabras. Hay silencio cuando el cuerpo y todo lo que le trasciende o todo aquello a lo que remite se abre con absoluta receptividad y máxima atención al mundo y a la vida. Es un estado, un modo de ser, un modo de estar. Y si, entonces, en ese estado de silencio, no hay palabras o no hay lenguaje, es porque no se necesitan. Es porque hay otras palabras u otra clase de lenguaje: los signos que emite nuestro rostro, nuestro semblante, nuestro cuerpo, los signos que emiten nuestros ojos, nuestra mirada, nuestras manos, las señales que emitimos como presencia habitada de un estado de máxima, atenta y absoluta apertura al mundo desde lo hondo. Es escucha del yo, del sí mismo, de lo hondo y del mundo. El silencio es estado de vida, una intensidad de vida, un estado de nerviosa quietud y éxtasis.

Resumo algunas ideas principales. Hay crisis de la palabra cuando la palabra no puede comunicar todo lo que pretende, o cuando el fin del lenguaje no es sólo la comunicación, o cuando ésta se puede suspender sin destruir la esencia del lenguaje y de la palabra. Y hay crisis de la palabra cuando, al leer, re-crear el significado o interpretar no basta, cuando una hermenéutica no basta o cuando hay que detener la compulsión a interpretarlo todo. Por último, hay crisis de la palabra, y esta crisis es la condición misma de la palabra, cuando ésta, al ser pronunciada, nos transmite también lo que calla, el silencio del que parte, su imposible decir”.

 

El texto completo de donde ha sido tomado este fragmento puede ser leído en: Fernando Bárcena.

“El alma del lector” 2012 Babel libros.

Libro disponible en Librería Rocinante.

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