LA LECTURA IMPOSIBLE

Una poética del leer

Fernando Bárcena.

“En un ciclo de conferencias sobre arte poética dictadas en Estados Unidos, Jorge Luis Borges decía que la lectura se parecía al sabor de una manzana (2001,17-18). El sabor no se encuentra en la manzana ni en la boca que muerde, sino en un encuentro entre ambas. No hay sabor sin boca dispuesta a morder y sin manzana disponible para ser mordida. A los besos les pasa igual: necesitan dos labios capaces de encontrarse en su trayectoria… Y lo mismo le pasa a la lectura; hace falta el libro y el lector apropiado: en ese encuentro, estalla la lectura, y en ese encuentro renace de nuevo el mundo, renace el escritor que escribió el libro y se inventa la lectura de nuevo.

Quiero seguirle la pista a esa idea del «encuentro» para pensar, ahora, acerca de la lectura y de la palabra y de lo que ambas nos aportan o pueden ofrecer como humano. ‘ La idea de un «encuentro» posible entre dos tiempos (el de la escritura y el de la lectura) es una buena pista para repensar la idea de lo que significa leer en un contexto en el que maestros y discípulos se reúnen. Porque lo que acontece entre un maestro y su alumno o, más generalmente, entre un adulto y un joven que se reúnen con un propósito más o menos educativo es, ni más ni menos, una relación cara a cara que puede ser para el más joven, pero también para el menos joven, algo humanamente apasionante. Y aquí lo de menos es que haya o no libros. Si los hay, y son los mejores, pues bien. Pero puede haber otra clase de textos. Lo que en cualquier caso puede llegar a darse es un encuentro lector, una relación de lectura entre ambos, mediada por alguna clase de texto, sea un libro, un poema, una obra de arte o una buena película.

Tiene que haber un encuentro o momento justo, un cara a cara, una cierta transmisión cultural que no vaya condicionada por la idea de que lo natural es que cuando se leen buenos libros logramos perfeccionar en nosotros la idea general de la condición humana. Esto no significa que tras ese encuentro uno se quede como estaba. A veces ocurre, y yo pienso que es bueno que ocurra, que, tras esa relación cara a cara mediada por una transmisión textual, el lector o el joven, el alumno o el discípulo, no son la misma persona: algo ha cambiado en ellos como consecuencia de lo que les ha ocurrido. ¿A qué lugar puede aspirar a llegar el que escribe libros o poemas, el que pinta cuadros o esculpe, el que compone música o dirige buenas películas u obras de teatro? A una pregunta de este tipo ha respondido Anne Michaels, algo con lo cual estoy de acuerdo:

Por una parte, escribo para aprender a vivir mejor, para ser una persona mejor. El otro motivo es más sentimental: una parte de mí espera que el lector detenga la lectura y dirija su cabeza hacia aquellos que ama, y los contemple con una mirada nueva (Michaels, 2001, 8).

Este segundo motivo es un deseo personal muy sentimental que es difícil saber cómo trasladarlo a los otros, cómo generalizarlo. Lo cierto es: el fin de la lectura es que al final la lectura se haga imposible, que definitivamente se anule o desaparezca. El fin de la lectura es, quizá, dejar de leer y empezar a vivir de otro modo.

Quiero tratar de comparar ambos encuentros y tiempos: el del lector y su libro y el del maestro y su alumno. Se me ocurre preguntar si el lector y el autor del libro, como el maestro y el alumno, tienen, por así decir, que profesar una fe común en algo. Claudio Magris, en un reciente libro suyo (2001, 39-42), rescata un comentario rabínico de un Midrash, que contaba Isaac Deutscher, biógrafo de Troski y de Stalin, según el cual Rabbi Meir, ortodoxo judío, paseando un sábado con su maestro hereje Akher, y discutiendo acerca de cuestiones religiosas, llegaron al límite del camino que durante los sábados tiene prohibido el judío piadoso franquear. Enfrascado en la disputa, el alumno está a punto de cruzar el límite cuando su maestro le detiene diciéndole que volviera atrás, porque ese era su límite y no debía ir más allá para seguirle.

Reflexionado sobre esta historia, dice Magris que, en efecto, maestro y alumno no profesan una misma fe sobre los problemas esenciales. Porque el maestro no le transmite al segundo tanto una verdad teológica o filosófica, sino el ejemplo vivo de cómo se busca. Le enseña, por ejemplo, la claridad de pensamiento, la pasión por la verdad, que siempre es un comienzo en vez de una llegada, y el respeto a los demás. Y es maestro, dice Magris, porque incluso no renunciando o negando sus propias convicciones, no busca imponérselas a su alumno. No busca formar en el alumno una copia de él o que piense lo que él piensa o cómo él lo hace, sino, quizá, que piense por sí mismo.

El maestro es, entonces, el «gran hereje» que exhorta a su discípulo a observar el sábado en el que, sin embargo, él mismo no cree. El maestro: o el gran hereje, el que no empuja a los demás hacia caminos que éstos no serán capaces de recorrer: «Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá ser jamás Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos».

El gran hereje y su alumno profesan una fe distinta, pero son capaces de conversar. Practican una conversación que se inició antes que ellos naciesen. Sus voces plurales y distintas se dejan oír en una conversación que sigue dentro de ellos una vez que se han separado y dejan de estar juntos. El maestro da una palabra que el alumno toma, no para devolvérsela, como si le perteneciese a aquél, sino para estirarla y transformarla más allá de sus posibilidades, hasta que pueda situarse superando el límite que ninguna otra letra del alfabeto puede sobrepasar. Pero eso lo puede hacer el alumno a solas y por sí mismo. Propiamente, el maestro no invita a otra cosa que no sea la posibilidad de ser el que se es como comienzo, como inicio, como novedad que crea el mundo de nuevo.

Así, aprender no es un ejercicio narcisista en el que el alumno se recrea con su imagen reflejada en el texto en el que se ocupa. Se trata de comprender más y mejor, quizá algo más profundamente, en qué consiste vivir y morir. Y aprender aquí es como leer: no es encontrarse uno más hermoso, dice Finkielkraut, es comprender mejor la vida y la muerte (2001, 154). Al leer, el lector se encuentra con el libro escrito, muchas veces, por quien ya no está, por una ausencia que renace y nos visita en el encuentro que es la lectura. En la lectura nos encontramos con nuestra condición de mortales: tenemos un tiempo finito en el que todo se comienza y se termina, pero en cuyo arco se puede renacer de nuevo y comenzar otra vez. Confirmamos nuestra mortalidad y el hecho de que somos herederos, aunque nuestra herencia nos haya sido legada sin ningún testamento, como decía Rene Char (1973,26). Es la herencia cuya ley se encuentra en las tablas no escritas de los dioses, las mismas que Antígona observó en contra de la ley del gobernante, y aun a riesgo de su propia vida. Somos herederos, y eso significa que no nos relacionamos sólo con nuestros contemporáneos, sino con los que ya no están. Nos relacionamos con los ausentes y, más allá de nuestro presente, podemos pensar en los que vendrán, en los no nacidos. Así, la lectura es «una pasión ceremoniosa, un protocolo íntimo, un encuentro laico puesto que los libros destronan, en ese acto de leer, al Libro» (155). El lector ensimismado en la lectura cubre su rostro con otro ser y se vuelve irreconocible para los que le observan: se transforma. Ya no está allí, presente al observador: ha formado sociedad, en su lectura, con los poetas, si entre sus manos sostiene al fantasma de Homero.

El lector, que está y no está, siente después, si en la lectura ha sido capaz de abrirse sin defenderse a sí mismo contra el libro que sostiene, que no es el mismo. Porque hay libros cuya alteridad duele en la misma medida que tambalean todas nuestras certezas y nuestros saberes ya adquiridos, todas nuestras seguridades. Nos abren al abismo. En esa lectura abrimos las puertas de nuestra casa a una horda de rebeldes que todo lo revuelven, como decía Virginia Wolf.

El lector que lee, como dice Rilke,10 con el «rostro alterado», puede en algún momento tratar de alcanzar lo imposible: comunicarse con el silencio de la palabra. Pero alcanzar lo imposible es una especie de milagro. Ese ir hacia lo imposible -hablar y escuchar el silencio- es el punto donde todo parece comenzar: alcanzar lo inimaginable y renacer a partir de ese vacío en busca de otra cosa. Lograr lo imposible es quedarse impasible y admirado ante el milagro del propio renacimiento: verse a sí mismo nacer. Una lectura imposible es, pues, un leer renacido, es la lectura que se crea a sí misma, o lo que es lo mismo: la lectura que no se fabrica o la que sigue unas normas o unas reglas fijas previamente dadas. Esa lectura imposible no consiste en lo que al leer se fabrica, sino que se trata más bien de un leer en el que el lector se inventa a partir de un encuentro que requiere tanto de un libro como de un lector en un momento apropiado. En ese encuentro, el lector renace y siente directamente el mundo que lee. Como decía Pessoa: «Y todo lo que se siente directamente trae palabras nuevas» (2000,265).

Entonces el leer no es una técnica ni tampoco sólo una hermenéutica, un ejercicio en el que el lector debe dominar la tarea de la interpretación del texto. Se trata de una erótica, como dije antes, y de una verdadera experiencia. En este sentido, las críticas que hoy se escuchan acerca del bajo nivel de lectura de los jóvenes resultan superficiales y poco interesantes en la medida en que la lectura sí se practica: pero como técnica, no como experiencia.

En su excelente novela Halíucinanting Foucault, Patricia Duncker hace decir a Paul Michel, al-ter ego de Michel Foucault, a su joven amante: «Yo pido a los hombres lo mismo que pido a los textos de ficción, petit: que sean abiertos, que contengan en sí la posibilidad de ser y de cambiar a todos aquellos que encuentren en su camino. Sólo así se establecerá la dinámica necesaria entre el escritor y el lector. Y dejará de ser importante distinguir entre lo bello y lo horrible» (Dunker, 1998, 96). La lectura es la posibilidad del cambio, que depende de una apertura al mundo y de una práctica casi imposible del silencio: porque estar solo la mayor parte del día significa que podemos estar en disposición de escuchar ritmos diferentes que no determinan las otras personas. La lectura imposible que escucha el ritmo de las palabras nacidas del silencio, al mismo tiempo que nos distancia del dolor del mundo que a veces podemos llegar a sentir, nos ayuda a crear formas a partir de la memoria y del deseo.

Antes decía que el lector puede formar sociedad de amistad con los muertos a los que lee. Eso es cierto. Pero sobre todo es cierto que el lector no tiene más remedio que formar sociedad con los que ya están, aunque no se encuentren cerca de él espacialmente. De lo que se trata, al percibirnos como herederos, al saber que el mundo ya estaba ahí antes de nuestra llegada y que seguirá tras nuestra partida a otro lugar -si hay alguno- es que podemos llegar a aceptar el hecho de que los muertos pueden discutir nuestra palabra -y por eso los leemos-, lo mismo que los que nos rodean y todavía nos acompañan. Leemos para aprender a ser mortales y finitos: para vivir y para morir. Y también para renacer.

Y este renacimiento es algo bastante humano. También es bastante probable que podamos parirnos del todo si aceptamos proseguir una conversación, una en la que muchas voces participan. Frente a quienes creen que la expresión humana se hace de un solo modo, Michaei Oakeshott defendió hace mucho una idea bastante sencilla y modesta. Yo estoy de acuerdo con lo que dice:

Como seres humanos civilizados, no somos los herederos de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni de un cuervo de información acumulada, sino de una conversación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros [… ¡propiamente hablando, la educación es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación (2000, 499).

Algunas de estas voces tienen una tendencia innata a la violencia y al barbarismo. Otras no, pero también se pueden pervertir. Algunas de estas voces son más conversables que otras. Y hay algunas que saben combinar muy bien la tensión entre la seriedad y el espíritu de juego. Oakeshott lo dice muy bien: «Como ocurre con los niños, que son grandes conversadores, el espíritu de juego es serio y la seriedad es al final sólo juego» (451). Si en los últimos siglos la conversación de la humanidad se ha vuelto insulsa y aburrida, quizá por haber perdido de vista esta tensión, entonces, a lo mejor, lo que hay que hacer es considerar que hay otras voces recuperables y francamente conversables para que semejante conversación nos vuelva a atrapar y nos inquiete. Una de esas voces es la del poeta. La voz de la poesía no nos dice cómo tenemos que vivir, por eso es conversable y es libre. Es, su presencia, como una visita inesperada: «La poesía es una especie de holgazanería, un sueño dentro del sueño de la vida, una flor silvestre plantada en medio de nuestro trigo» (493). Es la otra voz, que decía Octavio Paz (1999, 64 y 65).

Como bien sabía el poeta Paul Celan, la poesía da testimonio de lo inexpresable conceptual-mente, y su forma expresiva es la de una lengua de nadie.11 El ejemplo más característico de ello es el de aquellos que, como el propio Celan, intentan hablar de una experiencia b’mite tan espantosa que su propia escritura y relatos se constituyen en lo que Blanchot denominó, precisamente, «escritura del desastre» (1990). Y es que, como dijo Primo Levi, él mismo superviviente de Auschwitz, la palabra construida en el seno de la cultura de lo humano es incapaz de dar cuenta de la experiencia donde esa misma cultura resulta radicalmente abolida.

Una lectura instalada en la mirada poética es, entonces, la del lector que sabe que las palabras esconden mucho más de lo que dicen, porque esas palabras no se corresponden con la voz de su autor y dueño. Si el verdadero testigo, el que ha tocado fondo en una experiencia límite de tipo concentracionario, es el que ya no está -el ausente- el testimonio del superviviente es un testimonio parcial y su relato, la ocasión para una lectura en el fondo imposible. Sólo si el testigo ha sabido captar el momento justo, lo poético de la situación vivida, permitirá el relato una poética de la lectura, una dimensión en la que las palabras que transcriben la experiencia límite acierten a expresar lo inexpresable, el imposible decir, la palabra secreta de los verdaderos testigos, los que ya no están. Así que el lenguaje apropiado para dar cuenta del silencio escondido en lo inexpresable, es justamente un «lenguaje de nadie», ya que ni la lengua del que sobrevivió puede expresar lo que hubiese dicho el ausente, ni las palabras de éste están entre nosotros. El «lenguaje de nadie» es, por tanto, no una lengua inexistente, sino una «lengua-oíra», una «palabra-oíra», es lo exterior, la radical alteridad ingobernable de todo decir: es, una vez más, la palabra poética.”

El texto completo de donde ha sido tomado este fragmento puede ser leído en: Fernando Bárcena.

“El alma del lector” 2012 Babel libros.

Libro disponible en Librería Rocinante.

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