Lectura prohibida
Alberto Manguel
«En 1660, Carlos II de Inglaterra, hijo del rey que consultara con tanta mala suerte el oráculo de Virgilio y conocido por sus súbditos como el Rey Alegre por su afección al placer y su odio por los asuntos de Estado, decretó que el Concejo para las Plantaciones Extranjeras debía instruir a los indígenas, sirvientes y esclavos de las colonias británicas en los preceptos del cristianismo. El doctor Johnson, que desde la ventajosa perspectiva de un siglo admiraba al desafortunado rey, dijo que “tuvo el mérito de esforzarse para hacer lo que creyó útil para la salvación de las almas de sus súbditos”. El historiador Macaulay que, desde la distancia de dos siglos, no compartía esa admiración por Carlos II, afirmó que para el monarca “el amor a Dios, el amor a la patria, el amor a la familia, el afecto por los amigos, eran frases de la misma especie: delicados y convenientes sinónimos del amor a sí mismo”.
No está claro por qué Carlos promulgó ese decreto en el primer año de su reinado, a no ser que tal vez lo concibiera como una forma de abrir nuevos horizontes para la tolerancia religiosa, a la que el Parlamento se oponía. Carlos, que a pesar de sus tendencias pro católicas proclamaba su lealtad a la fe protestante, creía (si es que creía en algo) que, como había enseñado Lutero, la salvación eterna dependía de la capacidad de cada individuo para leer por su cuenta la palabra de Dios. Pero los británicos que poseían esclavos no estaban convencidos. Les aterraba la idea de “una población negra alfabetizada” que pudiera encontrar en los libros peligrosas ideas revolucionarias. No creían a quienes argumentaban que una alfabetización limitada a la lectura de la Biblia reforzaría los vínculos sociales; se daban cuenta de que, si los esclavos podían leer la Biblia, también podrían leer panfletos abolicionistas, y que incluso en las Escrituras podrían encontrar ideas incendiarias sobre rebelión y libertad. La oposición al decreto de Carlos II fue muy fuerte en las colonias americanas, en especial en Carolina del Sur, donde un siglo después se promulgaron estrictas leyes que prohibían enseñar a leer a los negros, tanto esclavos como hombres libres, leyes que siguieron vigentes al menos hasta mediados del siglo XIX. Durante siglos, los esclavos afroamericanos aprendieron a leer superando dificultades extraordinarias, arriesgando la vida en un proceso que, debido a los obstáculos que encontraban, a veces les llevaba varios años. Los relatos de su aprendizaje son numerosos y heroicos. La nonagenaria Belle Myers Carothers —entrevistada por el Federal Writers’ Project, una comisión creada en los años treinta para recoger, entre otras cosas, los relatos personales de ex esclavos— recordaba que había aprendido las letras mientras cuidaba al bebé del dueño de la plantación, que jugaba con un rompecabezas alfabético. El dueño, al ver lo que su esclava hacía, la pateó con sus botas. Myers perseveró, estudiando en secreto las letras del rompecabezas, así como unas pocas palabras en un abecedario que había encontrado. Un día, contó, “encontré un libro de himnos… y deletreé ‘Cuando Leo Con Claridad Mi Nombre’. Me sentí tan feliz al comprobar que sabía leer de verdad, que corrí a contárselo a todos los demás esclavos”. El amo de Leonard Black una vez lo encontró con un libro y lo azotó con tal violencia “que me hizo olvidar mi sed de conocimientos, y abandoné la lectura hasta después de fugarme”. Doc Daniel Dowdy recordaba que “la primera vez que atrapaban a uno tratando de leer o escribir lo azotaban con una correa de cuero, la segunda con un látigo de siete colas y la tercera le cortaban la primera falange del dedo índice”. Por todo el Sur de los Estados Unidos era frecuente que los propietarios de plantaciones ahorcaran a cualquier esclavo que tratara de enseñar a los otros a leer. En esas circunstancias, los esclavos que querían alfabetizarse se veían obligados a encontrar métodos tortuosos de aprendizaje, ya fuera gracias a otros esclavos o a maestros comprensivos de raza blanca, o bien inventando estratagemas que les permitieran estudiar sin ser observados. El escritor estadounidense Frederick Douglass, que nació en la esclavitud y llegó a ser uno de los abolicionistas más elocuentes de su tiempo, así como fundador de varios diarios políticos, recordaba en su autobiografía: “Escuchar con frecuencia a mi ama leer la Biblia en voz alta… despertó mi curiosidad sobre el misterio de la lectura y provocó en mí el deseo de aprender. Hasta ese momento no sabía nada de ese arte maravilloso, y mi ignorancia e inexperiencia de lo que podía hacer por mí, así como la confianza en mi ama, me alentaron a pedirle que me enseñara a leer… En un tiempo increíblemente corto, gracias a su amabilidad, ya dominaba el alfabeto y podía deletrear palabras de tres o cuatro letras… [Mi amo] prohibió a su mujer que siguiera enseñándome… [pero] la determinación con que quería mantenerme ignorante sólo sirvió para afianzar mi decisión de buscar conocimientos. Por eso, en cuanto al aprendizaje de la lectura, tal vez deba tanto a la oposición de mi amo como a la amabilidad de mi afectuosa ama”. Thomas Johnson, un esclavo que más adelante llegó a ser un conocido misionero y predicador en Inglaterra, explicaba que aprendió a leer estudiando las letras en una Biblia que había robado. Como su amo leía todas las noches en voz alta un capítulo del Nuevo Testamento, Johnson consiguió convencerlo de que leyera el mismo varias veces seguidas hasta que se lo aprendió de memoria y luego pudo encontrar las mismas palabras en la página impresa. Además, cuando el hijo de su amo estaba estudiando, Johnson le sugería que leyera parte de la lección en voz alta. “Dios sea alabado”, le decía Johnson al muchacho para animarlo, “léelo otra vez”, cosa que el chico hacía con ganas, convencido de que el esclavo admiraba su talento. Gracias a esas repeticiones, Johnson aprendió lo suficiente como para leer los periódicos y más adelante creó su propia escuela para enseñar a otros a leer.
Aprender a leer no era, para los esclavos, un pasaporte inmediato para la libertad, sino más bien la forma de acceder a uno de los poderosos instrumentos de sus opresores: el libro. Los dueños de esclavos (como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos detentadores del poder) creían firmemente en el poder de la palabra escrita. Sabían, mucho mejor que algunos lectores, que la lectura es una fuerza que requiere apenas unas pocas palabras para resultar aplastante. Alguien capaz de leer una oración es capaz de leer todo; más importante aún: ese lector ya tiene la posibilidad de reflexionar sobre aquella oración, de actuar de acuerdo con ella, de adjudicarle un significado. “Puedes hacerte el tonto con una oración”, dijo el dramaturgo austríaco Peter Handke. “Imponerte con una oración contra otras oraciones. Nombrar todo lo que se interpone en tu camino y apartarlo. Familiarizarte con todos los objetos. Convertir todos los objetos en una oración con una oración. Puedes meter todos los objetos en tu oración. Con esa oración, todos los objetos te pertenecen. Con esa oración, todos los objetos son tuyos”.
Por todas esas razones, había que prohibir la lectura. Como lo han sabido siglos de dictadores, una multitud analfabeta es más fácil de gobernar; dado que el arte de leer no puede desaprenderse una vez que se ha adquirido, el segundo mejor recurso es limitar su alcance. Por consiguiente, los libros, más que cualquier otra creación humana, han sido la perdición de las dictaduras. El poder absoluto necesita que todas las lecturas sean la lectura oficial; en lugar de bibliotecas completas, de diversas opiniones, la palabra del gobernante debe bastar. Los libros, escribió Voltaire en un panfleto satírico titulado Del terrible peligro de la lectura, “disipan la ignorancia, que es custodia y salvaguarda de los Estados bien gobernados”. Por eso la censura, de una u otra forma, es el corolario de todo poder, y la historia de la lectura está iluminada con una hilera, al parecer interminable, de hogueras encendidas por los censores, desde los rollos de papiros más antiguos hasta los libros de nuestros tiempos. Las obras de Protágoras se quemaron en Atenas en el año 411 a. C. En el año 213 a. C., el emperador chino Shih Huang-ti trató de acabar con la lectura que mando todos los libros del reino. En el 168 a. C., la Biblioteca Judía de Jerusalén fue deliberadamente destruida durante la revuelta de los macabeos. En el siglo primero de nuestra era, Augusto desterró a los poetas Cornelio Galo y Ovidio y prohibió sus obras. El emperador Calígula ordenó que todos los libros de Homero, Virgilio y Tito Livio fueran quemados (pero el edicto no se llevó a cabo). En el año 303, Diocleciano condenó al fuego a todos los libros cristianos. Y eso era sólo el principio. El joven Goethe, al presenciar la quema de un libro en Frankfurt, tuvo la impresión de asistir a una ejecución. “Ver cómo se castiga un objeto inanimado”, escribió, “es en sí mismo verdaderamente terrible”. La esperanza que albergan los que queman libros es que, al hacerlo, conseguirán cancelar la historia y abolir el pasado. El 10 de mayo de 1933, en Berlín, delante de las cámaras, el ministro de propaganda Paul Joseph Goebbels hizo un discurso mientras se quemaban más de veinte mil libros, durante las ovaciones de una multitud de más de cien mil personas: “Esta noche hacéis bien en tirar al fuego estas obscenidades del pasado. Es un acto poderoso, inmenso y simbólico por el que el mundo entero sabrá que el viejo espíritu ha muerto. De estas cenizas surgirá el fénix del nuevo espíritu”. Un muchachito de doce años, Hans Pauker, más tarde director del Instituto Leo Baeck para Estudios Judíos de Londres, estuvo presente en la quema, y recordaba que, mientras arrojaban libros al fuego, los dignatarios declamaban juicios para dar mayor solemnidad a la ocasión. “Contra la exageración de los impulsos inconscientes basada en un análisis destructivo de la psique, y a favor de la nobleza del alma humana, entrego a las llamas las obras de Sigmund Freud”, declamó uno de los censores antes de quemar los libros del psiquiatra vienés. Steinbeck, Marx, Zola, Hemingway, Einstein, Proust, H. G. Wells, Heinrich Mann, Jack London, Bertolt Brecht y cientos de otros autores recibieron el homenaje de epitafios parecidos.
En 1872, poco más de dos siglos después del optimista decreto de Carlos II, Anthony Comstock —descendiente de los antiguos colonos que se habían opuesto al impulso educador de su soberano— fundó en Nueva York la Sociedad para la Erradicación del Vicio, el primer comité de censura efectivo de los Estados Unidos. En realidad, Comstock habría preferido que no se hubiera inventado la lectura (“Nuestro padre Adán no leía en el Paraíso”, afirmó una vez), pero como ya estaba inventada decidió regular su uso. Aquel hombre se veía a sí mismo como un lector de lectores, que sabía distinguir la buena literatura de la mala, e hizo todo lo que pudo para imponer a los demás sus puntos de vista. “En cuanto a mí’, escribió en su diario un año antes de fundar la sociedad, “estoy decidido, con el apoyo de la fuerza divina, a no ceder ante la opinión de otras personas, por lo que me mantendré firme en todo lo que sienta y crea que estoy en lo cierto. Jesús no se apartó nunca del camino del deber, por duro que le resultase, a causa de la opinión pública. ¿Por qué tendría que hacerlo yo?”.
Anthony Comstock nació en New Canaan, Connecticut, el 7 de marzo de 1844. Era un hombre corpulento, y a lo largo de su carrera como censor se valió muchas veces de su tamaño para derrotar a sus oponentes por la fuerza. Uno de sus contemporáneos lo describió en estos términos: “Con no más de un metro cincuenta de altura, lleva tan bien sus noventa y cinco kilos de músculo y hueso que se creería que no pesa más de ochenta. Sus atléticos hombros de enorme anchura, coronados por un cuello de toro, están en consonancia con unos bíceps y unas pantorrillas de tamaño excepcional y férrea solidez. Sus piernas son cortas, y parecen troncos de árbol”.
Comstock tenía algo más de veinte años cuando llegó a Nueva York con tres dólares y cuarenta y cinco centavos en el bolsillo. Encontró trabajo como vendedor de artículos de mercería y no tardó en ahorrar los 500 dólares necesarios para comprarse una casita en Brooklyn. Pocos años después conoció a la hija de un ministro presbiteriano, diez años mayor que él, y se casó con ella. Comstock encontró en Nueva York muchas cosas que le parecieron censurables. En 1868, después de que un amigo le contara que había sido “apartado del buen camino, contagiado y corrompido” por cierto libro (el título de aquella poderosa obra no ha llegado hasta nosotros), Comstock compró un ejemplar en la librería y luego, acompañado por un policía, hizo detener al librero y confiscar todos los ejemplares. El éxito de esa primera incursión fue tal que decidió continuar, logrando que se detuviera con frecuencia a los pequeños editores e impresores de material estimulante.
Con la ayuda de amigos de la Asociación de Jóvenes Cristianos (YMCA), que le entregaron 8.500 dólares, Comstock pudo crear la sociedad que lo hizo famoso. Dos años antes de morir, le dijo a un periodista que lo entrevistaba en Nueva York: “En los cuarenta y un años que llevo aquí, he logrado que se declarase culpables a suficientes personas como para llenar un tren de pasajeros con sesenta y un vagones, sesenta de ellos con otros tantos pasajeros cada uno y el otro casi lleno. Además, he destruido 160 toneladas de literatura obscena”.
El fervor de Comstock también fue responsable de al menos quince suicidios. William Haynes, un ex cirujano irlandés que fue a parar a la cárcel “por publicar 165 clases de literatura libidinosa”, se quitó la vida. Poco después, cuando Comstock se disponía a tomar el trasbordador de Brooklyn (según él recordaría más tarde), “una Voz” le indicó que se dirigiera a la casa de Haynes. Llegó en el momento en que la viuda estaba descargando de un carro de reparto las planchas de impresión de los libros prohibidos. Con gran agilidad, Comstock saltó al asiento del conductor y llevó el carro a toda velocidad hasta la sede de la YMCA, donde se destruyeron las planchas.
¿Qué libros leía Comstock? Era, sin saberlo, un seguidor del ingenioso consejo de Oscar Wilde: “Nunca leo un libro que debo reseñar; me predispone demasiado al prejuicio”. A veces, sin embargo, hojeaba los libros antes de destruirlos, y se horrorizaba de lo que leía. La literatura de Francia e Italia (“esas naciones enloquecidas por la lujuria”) le parecía “poco más que historias de burdeles y prostitutas. ¡Con cuánta frecuencia se encuentran en esas depravadas historias heroínas encantadoras, excelentes, cultivadas, acomodadas y agradables en todos los sentidos, que tienen por amantes a hombres casados; o deliciosas recién casadas perseguidas por sus amantes para disfrutar de privilegios que sólo pertenecen al marido!”. Ni siquiera los clásicos se salvaban de sus reproches. “Veamos, por ejemplo, una obra muy conocida, escrita por Boccaccio”, comentaba en su libro Trampas para los jóvenes. La obra era tan sucia que estaba dispuesto a cualquier cosa “para evitar que, como una bestia salvaje, se escape y destruya a la juventud del país”. Balzac, Rabelais, Walt Whitman, Bernard Shaw y Tolstoi figuraban entre sus víctimas. Su lectura diaria, explicaba, era la Biblia.
Los métodos de Comstock eran salvajes pero superficiales. Carecía de la sensibilidad y la paciencia de otros censores más sofisticados, que exploran un texto con una atención minuciosa, en busca de mensajes ocultos. En 1981, por ejemplo, la junta militar presidida por Pinochet prohibió en Chile el Don Quijote, porque el general creía (con toda razón) que contenía un alegato en defensa de la libertad personal y un ataque a la autoridad convencional.
La censura de Comstock se limitaba a incluir obras sospechosas, en medio de una furibunda tormenta de insultos, en un catálogo de los condenados. Su acceso a los libros también era limitado; sólo podía perseguirlos a medida que se publicaban, y para entonces muchos habían llegado ya a manos de ávidos lectores. La Iglesia Católica le llevaba mucha ventaja. En 1559, el tribunal del Santo Oficio de Roma publicó el primer índice de libros prohibidos para toda la cristiandad: una lista de las obras que la Iglesia consideraba peligrosas para la fe y la moral de los católicos. El Index, en el que figuraban libros censurados antes de su publicación, así como otros inmorales ya publicados, nunca pretendió ser un catálogo completo de todos los libros prohibidos por la Iglesia. Cuando se suprimió, en junio de 1966, contenía —entre cientos de libros de teología—, centenares de obras laicas, desde Voltaire y Diderot hasta Colette y Graham Greene. Sin duda, Comstock habría encontrado útil esa lista. “El arte no está por encima de la moral. La moral es lo primero”, escribió Comstock. “Luego está la ley, como defensora de la moral pública. El arte sólo entra en conflicto con la ley cuando su tendencia es obscena, libidinosa o indecente”. Esto llevó al New York World a preguntar, en un editorial: “¿Está realmente demostrado que no hay nada sano en el arte a menos que esté vestido?”.
La definición de Comstock del arte inmoral, como la de todos los censores, es una petición de principio. Comstock murió en 1915. Dos años después, el ensayista estadounidense H. L. Mencken definió la cruzada de Comstock como “el nuevo puritanismo […], no escéptico sino militante. Su finalidad no es ensalzar a los santos sino derribar a los pecadores”.
Comstock estaba convencido de que lo que él llamaba “literatura inmoral” pervertía la mente de los jóvenes, quienes deberían ocuparse de cuestiones espirituales más elevadas. Esa antigua preocupación no es privativa de Occidente. En la China del siglo XV, una colección de relatos de la dinastía Ming conocida como Historias viejas y nuevas tuvo tanto éxito que fue necesario incluirla en el Index chino para que no distrajera a los jóvenes eruditos del estudio de Confucio. En el mundo occidental, una forma más moderada de esa obsesión se manifiesta en el miedo generalizado a la ficción al menos desde los tiempos de Platón, que excluyó a los poetas de su república ideal. La suegra de Madame Bovary opinaba que las novelas envenenaban el alma de Emma y convenció a su hijo de que anulara la suscripción de su esposa a la biblioteca circulante, hundiéndola todavía más en el marasmo del aburrimiento. La madre del escritor inglés Edmund Gosse no permitía que entraran a la casa novelas de ninguna clase, fueran religiosas o seculares. Cuando aún era muy pequeña, en los primeros años del siglo XIX, se entretenía, y entretenía a sus hermanos, leyendo e inventando historias, hasta que su institutriz calvinista se enteró y la reprendió severamente, explicándole lo perverso de aquella diversión. “A partir de ese momento”, escribió la señora Gosse en su diario, “consideré que inventar una historia de cualquier clase era pecado”. Pero “el anhelo de inventar historias aumentó violentamente; todo lo que oía o leía se convertía en alimento para mi obsesión. La sencillez de la verdad no era suficiente para mí; sentía la necesidad de adornarla con la imaginación, y la locura, vanidad y perversidad que manchaban mi corazón iban más allá de lo que soy capaz de expresar. Incluso ahora, pese a mi vigilancia, a mis plegarias y a mis esfuerzos, aún sigue siendo el pecado que más me persigue. Ha estorbado mis plegarias e impedido mis progresos, y por lo tanto me ha humillado mucho”. Tenía veintinueve años cuando escribió estas palabras.
La señora Gosse educó a su hijo en esta creencia. “En toda mi infancia, nadie se dirigió a mí con el conmovedor preámbulo ‘Había una vez’. Me hablaban de misioneros, pero nunca de piratas; estaba familiarizado con los colibríes, pero jamás había oído hablar de las hadas”, recordaba Gosse. “Deseaban hacerme veraz; querían convertirme en una persona escéptica y práctica. Si me hubieran arropado en los suaves pliegues de la imaginación fantástica, tal vez mi mente habría seguido durante mucho más tiempo, y sin cuestionarlas, sus tradiciones”. Sin duda, los padres que en 1980 llevaron a las escuelas públicas del condado de Hawkins ante los tribunales de Tennessee no habían leído la queja de Gosse. El argumento de aquellos padres era que toda una serie de relatos utilizados en la escuela primaria, entre los que figuraban La Cenicienta, Rizos de oro y El mago de Oz, violaban sus fundamentalistas convicciones religiosas.
Lectores autoritarios que impiden que otras personas aprendan a leer, lectores fanáticos que deciden lo que se puede y lo que no se puede leer, lectores estoicos que se niegan a leer por placer y exigen que sólo se cuenten hechos que ellos mismos consideran ciertos: todos ellos intentan limitar las amplias y variadas facultades del lector. Pero los censores también pueden actuar de otras maneras, sin necesidad del fuego o de los tribunales de justicia. Pueden reinterpretar los libros para ponerlos al servicio únicamente de su causa, y justificar de ese modo sus razones autocráticas.
En 1976, los militares, dirigidos por el general Jorge Rafael Videla, dieron un golpe de Estado en Argentina. Lo que vino a continuación fue una oleada de violaciones a los derechos humanos como nunca se había visto antes en el país. La excusa del ejército era que el país estaba en guerra contra terroristas; como lo definió el general Videla, “un terrorista no es sólo el portador de una bomba o una pistola, sino también el que difunde ideas contrarias a la civilización cristiana y occidental”. Entre los miles de secuestrados y torturados se encontraba un sacerdote, el padre Orlando Virgilio Yorio. Un día, el interrogador del padre Yorio le dijo que su lectura del Evangelio era falsa. “Usted interpreta la doctrina de Jesucristo de una manera demasiado literal”, le dijo aquel hombre. “Jesucristo hablaba de los pobres, pero se refería a los pobres de espíritu y usted interpretó eso de manera literal y se fue a vivir, literalmente, con gente pobre. En Argentina los pobres de espíritu son los ricos y en el futuro usted tendrá que emplear su tiempo ayudando a los ricos, que son quienes de verdad necesitan ayuda espiritual”.
No todos los poderes del lector son positivos. El mismo acto que puede dar existencia a un texto, extraer sus revelaciones, multiplicar sus significados, reflejar en él el pasado, el presente y las posibilidades del futuro, puede también destruir o tratar de destruir la página viva. Todo lector inventa lecturas, que no es lo mismo que mentir; pero todo lector puede también mentir, subordinando caprichosamente un texto a una doctrina, a una ley arbitraria, a una ventaja personal, a la conveniencia de los dueños de esclavos o a la autoridad de los tiranos.»
El texto completo de donde ha sido tomado este fragmento puede ser leído en: Alberto Manguel
“Una historia de la lectura” 2014 Siglo Veintiuno Editores.
Libro disponible en Biblioteca Casa Égüez.