Alberto Manguel
Hay que ser inventor para leer bien. Ralph Waldo Emerson The American Scholar, 1837
Principios
«Durante el verano de 1989, dos años antes de la guerra del Golfo, viajé a Irak para ver las ruinas de Babilonia y la torre de Babel. Hacía mucho que quería hacer ese viaje. Reconstruida entre 1899 y 1917 por el arqueólogo alemán Robert Koldewey, Babilonia se encuentra a unos sesenta y cinco kilómetros al sur de Bagdad; es un inmenso laberinto de paredes color manteca que en otro tiempo fue la ciudad más poderosa de la Tierra, cerca de un montículo de arcilla que, según dicen las guías, es todo lo que queda de la torre que Dios maldijo con el multiculturalismo. El taxista que me llevó hasta allí conocía el lugar porque estaba cerca de Hillah, ciudad a la que había ido una o dos veces para visitar a una tía. Yo llevaba conmigo una antología de cuentos fantásticos y, después de recorrer las ruinas de lo que era para mí, como lector occidental, el punto de partida de todos los libros, me senté a la sombra de una adelfa y me puse a leer. Paredes, adelfas, pavimentos bituminosos, portales abiertos, montones de arcilla, torres mutiladas: parte del secreto de Babilonia consiste en que lo que el visitante ve no es una sino muchas ciudades, sucesivas en el tiempo, pero simultáneas en el espacio. Hay una Babilonia de la era acadia, una pequeña población del 2350 a. C. aproximadamente. Hay otra Babilonia donde un día del segundo milenio a. C. se recitó por primera vez la epopeya de Gilgamesh, que incluye uno de los relatos más antiguos del Diluvio universal. Existe la Babilonia del rey Hammurabi, del siglo XVIII a. C., cuyo sistema legal fue uno de los primeros intentos de codificar la vida de toda una sociedad. También la Babilonia destruida por los asirios en el 698 a. C. Luego la Babilonia reconstruida por Nabucodonosor, quien, cerca del 586 a. C., puso sitio a Jerusalén, saqueó el templo de Salomón y llevó a los judíos al cautiverio, quienes luego se sentaron junto a los ríos y lloraron. Está la Babilonia del hijo o nieto de Nabucodonosor (los genealogistas no están seguros), el rey Baltasar, el primer hombre que vio, escrita en la pared, la temible caligrafía del dedo de Dios. También la Babilonia que Alejandro Magno se propuso convertir en la capital de un imperio que se extendiera desde del norte de India a Egipto y Grecia, la misma Babilonia donde, en aquellos remotos días en que los generales sabían leer, el Conquistador del Mundo murió a los treinta y tres años, en el 323 a. C., con un ejemplar de la llíada en la mano. Más tarde, Babilonia la Grande evocada por san Juan, Madre de Rameras y Abominación de la Tierra, que hizo beber a todas las naciones el vino de la ira de su fornicación. Y, por último, la Babilonia de mi taxista, un lugar cercano al pueblo de Hillah, donde vivía su tía. Aquí (o al menos no muy lejos de aquí), según sostienen los arqueólogos, empezó la prehistoria de los libros. Para mediados del cuarto milenio a. C., cuando el clima del Cercano Oriente se hizo más fresco y el aire más seco, las comunidades agrícolas del sur mesopotámico abandonaron sus aldeas desperdigadas y se reagruparon en grandes centros urbanos que en poco tiempo se convirtieron en ciudades-estado. Para mantener las escasas tierras fértiles, inventaron nuevos sistemas de irrigación y extraordinarios dispositivos arquitectónicos y, con el fin de organizar una sociedad cada vez más compleja, con sus leyes, edictos y normas de comercio, hacia fines de ese milenio los nuevos habitantes urbanos desarrollaron un arte que cambiaría para siempre la naturaleza de la comunicación entre los seres humanos: el arte de escribir. Con toda probabilidad la escritura se inventó por razones comerciales, para recordar que cierta cantidad de ganado pertenecía a una familia determinada o que se la había transportado a cierto sitio. Un signo escrito servía de mecanismo mnemotécnico: el dibujo de un buey representaba al buey, para recordar al lector que la transacción se hacía con bueyes, cuántos bueyes, y quizá los nombres del comprador y el vendedor. La memoria, de esa manera, es también un documento, el registro de esa transacción. Tal vez el inventor de las primeras tablillas se diera cuenta de las ventajas de aquellos trozos de arcilla respecto de la memoria del cerebro: en primer lugar, la cantidad de información almacenable en las tablillas era ilimitada, puesto que se podían producir tablillas ad infinitum, mientras que la capacidad del cerebro para recordar no lo es; segundo, las tablillas no requerían la presencia del que recordaba para recuperar la información. De pronto, algo intangible —un número, una noticia, un pensamiento, una orden— podía conocerse sin la presencia del mensajero; como por arte de magia, se registraba y transmitía a través del espacio y más allá del tiempo. Desde los primeros vestigios de la civilización prehistórica, la sociedad humana había tratado de superar los obstáculos de la geografía, el carácter definitivo de la muerte, la erosión del olvido. Con un solo acto —la incisión de una figura en una tablilla de arcilla— aquel primer escritor anónimo de pronto consiguió realizar todas esas hazañas en apariencia imposibles. Pero la escritura no es la única invención que cobra vida en el momento de aquella incisión inicial: otra creación tuvo lugar en ese mismo instante. Puesto que el propósito del acto de escribir era rescatar el texto —es decir, leerlo—, la incisión creó simultáneamente un lector, una función que empezó a existir antes de que el primer lector tuviera presencia física. Mientras aquel primer escritor ideaba un arte nuevo haciendo marcas en un pedazo de arcilla, tácitamente aparecía otro arte, un arte sin el cual aquellas marcas no habrían tenido significado alguno. El escritor era un hacedor de mensajes, un creador de signos, pero esos signos y mensajes requerían un mago que los descifrara, que reconociera su significado, que les prestara voz. La escritura necesitaba un lector. La relación primordial entre escritor y lector presenta una paradoja maravillosa: al crear el papel del lector, el escritor también decreta su propia muerte, ya que para que un texto esté terminado el escritor debe retirarse, dejar de existir. Mientras esté presente, el texto permanece incompleto. Sólo cuando el escritor abandona el texto, éste cobra existencia. En ese momento, la existencia del texto es silenciosa hasta que el lector lo lee. Sólo cuando ojos capacitados entran en contacto con los signos de la tablilla, comienza la vida activa del texto. Toda escritura depende de la generosidad del lector. Esa incómoda relación entre el escritor y el lector tiene un principio; quedó establecida para siempre en una misteriosa tarde mesopotámica. Se trata de una relación fructífera pero anacrónica entre un creador primitivo que da a luz en el momento de morir, y un creador póstumo o, más bien, generaciones de creadores póstumos, que permiten que la creación misma hable y sin los cuales toda escritura está muerta. Desde el comienzo mismo, la lectura es la apoteosis de la escritura. En muy poco tiempo se reconoció que la escritura era un talento valioso y el escriba fue haciéndose más importante en la sociedad mesopotámica. Evidentemente, el arte de leer también le era esencial, pero ni el nombre dado a su ocupación ni la percepción social de sus actividades reconocían el acto de leer, centrándose en cambio, y de manera casi exclusiva, en su capacidad de escribir. Era más seguro para el escriba que se lo viera públicamente no como alguien que recuperaba información (y que por lo tanto podía investirla de sentido) sino como alguien que se limitaba a dejar constancia de la información para el bien común. Aunque bien podía ser los ojos y la lengua de un general, o incluso de un rey, no le convenía presumir de ese poder político. Por esa razón, el símbolo de Nisaba, la diosa mesopotámica de los escribas, era el estilete, no la tablilla sostenida delante de los ojos. Sería difícil exagerar la importancia del papel del escriba en la sociedad mesopotámica. Los escribas eran imprescindibles para enviar mensajes, para transmitir noticias, para tomar nota de las órdenes del rey, para registrar las leyes, para apuntar los datos astronómicos necesarios para el funcionamiento del calendario, para calcular los soldados o los trabajadores o los suministros o las cabezas de ganado que se necesitaban en un momento dado, para asentar las transacciones financieras y económicas, para registrar diagnósticos médicos y recetas, para acompañar a las expediciones militares y escribir partes y crónicas de guerra, para calcular impuestos, para redactar contratos, para preservar los textos religiosos y para entretener a la gente con lecturas de la epopeya de Gilgamesh. Ninguna de estas cosas podía lograrse sin el escriba, la mano y el ojo y la voz a través de los cuales se establecían las comunicaciones y se descifraban los mensajes. Ésa es la razón por la cual los autores mesopotámicos apelaban al escriba directamente, sabiendo que él sería quien transmitiría el mensaje: “Di esto a Mi Señor: así habla Fulano de Tal, tu siervo”. “Di” se dirige a una segunda persona, “tú”, el primer antepasado del “Querido lector” de la narrativa posterior. Cada uno de nosotros, al leer esa frase, se convierte, a través de los siglos, en ese “tú”. En la primera mitad del segundo milenio a. C. los sacerdotes del templo de Shamash, en Sippar, Mesopotamia meridional, erigieron un monumento recubierto de inscripciones en sus doce lados, relacionadas con las renovaciones del templo y un aumento de la renta real. Pero en vez de fecharlo en su propia época, aquellos antiguos políticos le pusieron la fecha del reinado del soberano Manishtushu de Acadia (circa 2276-2261 a. C.), estableciendo de esa manera una falsa antigüedad que fundamentara los reclamos financieros del templo. Las inscripciones terminan con una promesa dirigida al lector: “Esto no es una mentira, sino la verdad”. Como el escriba-lector descubrió muy pronto, su arte le daba la posibilidad de modificar el pasado histórico. Gracias al poder que detentaban, los escribas mesopotámicos eran una elite aristocrática. (Muchos años más tarde, en los siglos VII y VIII de la era Cristina, los escribas irlandeses seguían beneficiándose de esa situación privilegiada: la pena por matar a un escriba era la misma que por matar a un obispo.) En Babilonia, sólo ciertos ciudadanos, especialmente adiestrados, podían llegar a ser escribas, y su función les daba preeminencia sobre otros miembros de la sociedad. Se han encontrado libros de texto (tablillas escolares) en la mayoría de los hogares más acomodados de Ur, de lo que puede inferirse que el arte de leer y escribir se consideraba una actividad aristocrática. Los elegidos para convertirse en escribas se preparaban, desde una edad muy temprana, en una escuela privada, la e-dubba o “casa de las tablillas”. En el palacio del rey Zimri-Lim de Mari hay una habitación con hileras de bancos de arcilla, que, a pesar de no haberse descubierto allí tablillas escolares, es considerada por los arqueólogos como un modelo para esas escuelas de escribas. El propietario del establecimiento, el director o ummia, era asistido por un adda e-dubba o “padre de la casa de tablillas”, y un ugala u oficinista. Se impartían varias materias; por ejemplo, en una de esas escuelas un director llamado Igmil-Sin enseñaba escritura, religión, historia y matemáticas. La disciplina estaba a cargo de un estudiante de más edad que desempeñaba más o menos las funciones de prefecto. Para un escriba era importante que le fuera bien en la escuela, y existen pruebas de que los padres sobornaban a los maestros para que sus hijos obtuvieran buenas calificaciones. Después de dominar cuestiones prácticas como la fabricación de tablillas de arcilla y el manejo del estilete, el alumno tenía que aprender a dibujar y reconocer los signos básicos. En el segundo milenio a. C., la escritura mesopotámica había pasado de pictográfica —dibujos más o menos precisos de los objetos representados por las palabras— a lo que conocemos como escritura “cuneiforme” (del latín cuneus, “clavo”), signos con forma de cuña que representaban sonidos en lugar de objetos. Los primitivos pictogramas (de los que había más de dos mil, puesto que cada signo representaba un objeto) habían evolucionado hasta convertirse en marcas abstractas que podían representar no sólo los objetos descritos sino también ideas relacionadas con ellos; diferentes palabras y sílabas pronunciadas de la misma manera se representaban con el mismo signo. Unos signos auxiliares —fonéticos o gramaticales— servían para facilitar la comprensión del texto y permitían matices en el significado. Al poco tiempo, el sistema posibilitó al escriba registrar una literatura compleja y sumamente refinada: epopeyas, libros de sabiduría, historias humorísticas, poemas de amor. De hecho, la escritura cuneiforme se mantuvo durante los sucesivos imperios de Sumeria, Acadia y Asiría, conservando la literatura de quince idiomas distintos y abarcando un área que en la actualidad ocupan Irak, Irán occidental y Siria. En la actualidad no podemos leer las tablillas pictográficas como un idioma hablado porque desconocemos el valor fonético de aquellos signos primitivos; sólo podemos reconocer una cabra, una oveja. Pero los lingüistas han reconstruido de manera tentativa la pronunciación de los textos cuneiformes tardíos de Sumeria y Acadia y podemos, aunque sea de manera rudimentaria, pronunciar sonidos acuñados hace miles de años. Las primeras nociones de escritura y lectura se aprendían practicando la vinculación entre signos, por lo general para formar un nombre. Existen numerosas tablillas que muestran esas primeras, torpes etapas, con marcas trazadas por una mano vacilante. El alumno tenía que aprender a escribir siguiendo las convenciones que más tarde le permitirían leer. Por ejemplo, la palabra acadia ana (“a”) tenía que escribirse a-na, no ana ni an-a, de manera que el estudiante acentuara las sílabas correctas. Una vez superada esa etapa, se le entregaba una clase distinta de tablilla, redonda esta vez, en la que el maestro había grabado una oración breve, un proverbio o una lista de nombres. El alumno estudiaba la inscripción, luego giraba la tablilla y reproducía lo escrito. Para hacerlo, tenía que retener las palabras en la mente para llevarlas de una cara a otra de la tablilla, convirtiéndose por primera vez en un transmisor de mensajes: el estudiante pasaba así de ser lector de lo escrito por el maestro, a escritor de lo que ha leído. Con ese pequeño gesto nacía una función posterior del lector-escriba: copiar un texto, anotarlo, glosarlo, traducirlo, transformarlo. Hablo de los escribas mesopotámicos en masculino porque eran casi siempre varones. La lectura y la escritura se reservaban para quienes detentaban el poder en aquella sociedad patriarcal. Hay, sin embargo, excepciones. El primer autor que la historia menciona es una mujer, la princesa Enheduanna, nacida alrededor del 2300 a. C., hija del rey Sargón I de Acadia, suprema sacerdotisa del dios de la luna, Nanna, y compositora de una serie de cantos en honor de Inanna, diosa del amor y la guerra. Enheduanna firmaba con su nombre al final de las tablillas. Eso era habitual en la Mesopotamia, y gran parte de nuestros conocimientos sobre escribas proviene de esas firmas, o colofones, que incluían el nombre del escriba, la fecha y el nombre de la ciudad donde se llevó a cabo esa escritura. Esa identificación permitía al lector leer el texto con una voz determinada —en el caso de los himnos a Inanna, con la voz de Enheduanna— reconociéndose en el “yo” del texto una persona concreta y, en consecuencia, creando un personaje al borde de la ficción, “el autor”, con quien el lector entraba en relación. Ese recurso, inventado en el principio de la literatura, aún se sigue utilizando, más de cuatro mil años después, cuando leemos un texto de Borges como si fuera de Borges. Los escribas, seguramente, eran conscientes del extraordinario poder que les otorgaba la capacidad de leer un texto, y protegían celosamente esa prerrogativa. La mayoría de los escribas mesopotámicos terminaban el texto con este arrogante colofón: “Que los sabios instruyan a los sabios, porque los ignorantes no pueden ver”. En Egipto, durante la decimonovena dinastía, cerca del 1300 a. C., un escriba compuso el siguiente elogio de su profesión:
¡Sé escriba! ¡Graba esto en tu corazón para que también tu nombre perdure! El rollo es mejor que la piedra tallada. Un hombre ha muerto: su cadáver polvo es Y su gente ha desaparecido de la tierra. Un libro es lo que hace que sea recordado En la boca del hablante que lo lee.
Un escritor puede elaborar un texto de varias maneras, eligiendo, del patrimonio común de palabras, aquellas que parecen expresar mejor el mensaje. Pero el lector que recibe el texto tampoco está limitado a una única interpretación. Si bien, como hemos dicho, las lecturas de un texto no son infinitas —están circunscritas por las convenciones gramaticales y los límites impuestos por el sentido común—, tampoco están estrictamente dictadas por el texto mismo. Cualquier texto escrito, dice el crítico francés Jacques Derrida “es legible, aunque el momento de su producción se haya perdido para siempre y aunque no sepamos lo que su supuesto autor intentaba conscientemente decir en el momento de escribirlo, es decir, el texto queda abandonado a su tendencia esencial”. Por esa razón, el autor (el escritor, el escriba) que desea preservar e imponer un sentido también tiene que ser el lector del texto. Ése es el secreto privilegio que se concedió el escriba mesopotámico y que yo, leyendo en las ruinas de lo que puede haber sido su biblioteca, usurpo. En un famoso ensayo, Roland Barthes proponía una distinción entre écrivain y écrivant: el primero cumple una función y el segundo una actividad; para el écrivain, la lectura es un verbo intransitivo; para el écrivant el verbo siempre tiene un objetivo: adoctrinar, dar testimonio, explicar, enseñar. Es posible que se pueda aplicar la misma distinción a dos maneras de leer: la del lector para quien el texto justifica su existencia en el acto mismo de la lectura, sin motivos ulteriores (ni siquiera el entretenimiento, puesto que la noción de placer está implícita en la consumación del acto), y la del lector con un motivo ulterior (leer, criticar), para quien el texto es un vehículo para otra función. La primera actividad tiene lugar dentro de un marco temporal dictado por la naturaleza del texto; la segunda existe en un marco temporal impuesto por el lector relacionado con el propósito de esa lectura. Esto tal vez coincida con lo que, según san Agustín, era una distinción establecida por Dios en persona. “Lo que mi Escritura dice, lo digo Yo”, oye Agustín que Dios le revela. “La Escritura habla temporalmente, pero a mi Verbo no tiene acceso el tiempo, porque subsiste en la misma eternidad que Yo. De esta suerte, las cosas que por mi Espíritu veis vosotros, Yo las veo; así como aquellas que por mi Espíritu decís vosotros, Yo las digo. De modo que viéndolas temporalmente vosotros, Yo no las veo temporalmente, así como diciéndolas temporalmente vosotros, Yo no las digo temporalmente”. Como el escriba sabía, como la sociedad descubrió, la extraordinaria invención de la palabra escrita, con todos sus mensajes, sus leyes, sus literaturas, dependían de la habilidad del escriba para restaurar el texto, para leerlo. Si esa habilidad se pierde, el texto vuelve a convertirse en un conjunto de signos mudos. Los antiguos habitantes de la Mesopotamia creían que los pájaros eran sagrados porque sus patas dejaban en la arcilla blanda unas marcas que se parecían a la escritura cuneiforme, e imaginaban que, si lograban descifrar esos confusos signos, sabrían lo que pensaban los dioses. Generaciones de especialistas han tratado de convertirse en lectores de escrituras cuyos códigos hemos perdido: sumerio, acadio, minoico, azteca, maya…
En algunos casos lo han conseguido. En otros no, como en el caso de la escritura etrusca, cuya complejidad apenas estamos comenzando a desentrañar. El poeta Richard Wilbur resumió la tragedia que se cierne sobre una civilización cuando pierde a sus lectores:
A LOS POETAS ETRUSCOS Soñad en paz, hermanos inmóviles, que de niños Recibisteis con la leche de vuestras madres la lengua materna En cuya pura matriz, uniendo mundo y mente Os esforzasteis por dejar, para la posteridad, algunos versos Como una huella reciente en un campo nevado Sin prever que todo podría derretirse y desaparecer.»
El texto completo de donde ha sido tomado este fragmento puede ser leído en: Alberto Manguel
“Una historia de la lectura” 2014 Siglo Veintiuno Editores.
Libro disponible en Biblioteca Casa Égüez.