Voces femeninas
Irene Vallejo:
“En un paisaje de sombras, ella tiene cuerpo, presencia, voz. Es un caso único en Roma: una joven independiente y culta que insiste en su derecho al amor; una poeta en cuya vida y sentimientos habla ella misma, con sus propias palabras, sin mediaciones masculinas.
Sulpicia vivió en el siglo dorado del emperador Augusto. Fue una mujer excepcional por muchos motivos –el más importante de ellos era que pertenecía a es 1 por ciento de la población romana que hoy clasificamos como élite, situada en la cumbre de un mundo duro y jerárquico-. Su madre era hermana de Marco Valerio Mesala Corvino, un poderoso general y mecenas literario. En la mansión de su tío conoció a alguno de los poetas más aclamados de la época, como Ovidio o Tíbulo. Favorecida por la riqueza y el parentesco, Sulpicia se atrevió a escribir poemas autobiográficos, los únicos versos de amor escritos por una mujer romana de la época clásica que han llegado hasta nosotros.
En sus poesías habla una voz femenina que reclama algo poco común en la época: libertad y placer. Convencida de que podía permitirse cualquier atrevimiento, se queja de la vigilancia que ejerce sobre ella su tío llamándolo –con ironía y descaro- “pariente desalmado”.
Son solamente seis los poemas de Sulpicia que nos han llegado. Cuarenta versos en total, seis episodios de su pasión por un hombre al que llama Cerinto. Queda claro que no es el novio elegido por la familia. Por el contrario, sus padres y su tío-tutor temen que se acueste con él. Ella misma dice que algunos sufren ante la sola idea de que sucumba, dejándose llevar a una “cama innoble”. Seguramente Cerinto pertenezca a otro mundo, a otra clase social, quizá incluso sea un liberto. Quién sabe. En cualquier caso, no parece un pretendiente adecuado para la aristócrata Sulpicia; algo que no preocupa en absoluto a la joven. Si sufre, y a veces sufre, es por otras razones. Por ejemplo, se reprocha a sí misma su falta de valor, siente angustia porque el lastre de su educación le impide mostrar su deseo.
El poema de Sulpicia que más me impacta es una declaración pública, provocadora y desafiante, de sus sentimientos. Traduzco libremente los dísticos de la elegía:
¡Al fin llegaste, Amor¡
Llegaste con tal intensidad
Que me causa más vergüenza
negarte
que afirmarme.
Cumplió con su palabra Amor,
te acercó a mí.
Conmovido por mis cantos,
te trajo Amor a mi regazo.
Me alegra haber cometido esa falta.
Revelarlo y gritarlo.
No, no quiero confiar mi placer
a la estúpida intimidad de mis notas.
Voy a desafiar la norma,
me asquea fingir por el qué dirán.
Fuimos la una digna del otro,
que se diga eso.
Y la que no tenga su historia
que cuente la mía.
¿Qué fue de los amantes? No lo sabemos, pero es poco probable que su relación lograse sobrevivir a los obstáculos familiares. Tarde o temprano, ella tendría que claudicar. Entre las clases altas, a las que Sulpicia pertenecía, el paterfamilias decidía los matrimonios basándose en motivos estratégicos de oportunidad. Los clanes unían así a dos personas por conveniencia social, política o económica, no por pasión. Seguramente, el deseado Cerinto fue expulsado de la vida de Sulpicia, y solo quedaron el recuerdo y los poemas –“desierta cama y turbio espejo y corazón vacío”, como escribió Machado-.
Rebelarse contra la moral sexual, aunque fuese durante un breve paréntesis juvenil, supuso un viaje al borde del abismo para Sulpicia. Estaba cometiendo un delito. Poco tiempo antes, Augusto había hecho aprobar una ley –la lex Iluia de adlulteriis- que condenaba en procesos públicos las relaciones sexuales de las mujeres fuera del matrimonio –también si eran solteras o viudas-, Tanto ellas como sus cómplices sufrían un severo castigo. Solo quedaban excluidas de la condena las prostitutas y las concubinas. Por eso, cuentan las fuentes que mujeres patricias, de rango senatorial o ecuestre, empezaron a declarar en público que ejercían la prostitución. Se trataba de un acto de desobediencia civil, de un desafío abierto a los tribunales. Las protestas consiguieron que, en la práctica, la norma se aplicase muy poco. Ya a fines del siglo I, Juvenal, en su feroz diatriba contra el género femenino, exclamaba exasperado: “¿Dónde estás, lex Iulia, acaso durmiendo?”.
La otra gran rebeldía de Sulpicia fue hacer públicos sus sentimientos y su rebeldía a través de la escritura. Como los griegos, también los romanos pensaban que la palabra, herramienta fundamental de la lucha política, era prerrogativa masculina. Esas ideas se plasmaron incluso en el universo religioso, a través del culto a una diosa femenina del silencio, llamada Tácita Muda. Contaba la leyenda que Táctica fue una ninfa descarada que solía hablar demasiado y, sobre todo, a destiempo. Júpiter, para acabar con tanta charlatanería y dejar claro a quién correspondía la jurisdicción verbal, le arrancó la lengua. Impedida para hablar, Tácita Muda era un símbolo elocuente. Las romanas no podían ejercer cargos públicos ni participar en la vida política. Una sola generación permitió la existencia de oradoras, en la primera mitad del siglo I a. C., pero muy pronto esa actividad fue legalmente prohibida. Las mujeres romanas de buena familia solían tener acceso a la lectura, sí, pero encaminada a que la aplicaran en su función de madres y maestras de futuros oradores.”
El texto completo de donde ha sido tomado este fragmento puede ser leído en: VALLEJO IRENE, El infinito en un junco.
Penguin Random House. Buenos Aires. Argentina. 2021
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